Por Miguel Núñez Bartolo
María Fernanda era de las “nuevas”
en el salón de tercer grado. La recuerdo en mi curso de Geografía, sentada al
lado izquierdo del aula. Era el año 2007 y también me veo a mí mismo,
intentando aprehender los gestos de mis alumnos, de entenderme con ellos para
hacer menos tediosa la hora de dictado.
Me sorprendió entonces. No sólo
era una chica entusiasta y alegre –de las que conversan mucho- o de las que
nunca olvidan su material de trabajo –aún la veo sentada, con sus colores de
siempre-, sino también muy inteligente. Gustaba participar respondiendo o
preguntando más de una vez, y no siempre me era fácil satisfacer su curiosidad.
A veces, luego de sortearle alguna pregunta, difícil, sonreía y pensaba: “¡Mejor
que ella haga su clase!” Sus amigos, según sé, tenían la misma impresión. La
querían mucho.
El cariño entre camaradas del
colegio suele guardarse hasta mucho tiempo después como una joya valiosa, como
algo incalculable. Porque, realmente lo es. De ello me di cuenta el año 2008,
eran las vacaciones de julio y no recuerdo qué celebrábamos, pero María Fernanda
parecía la agasajada –quien estuvo entonces y lea esto no me dejará mentir.
Luego de la cena, nos tomamos fotos en el parque infantil, paseamos por las
calles, por la plazuela 24 de Junio y fuimos luego a jugar fulbito de mesa.
Mientras unos jugaban, María Fernanda junto con sus amigas, Maricarmen y Laura
posaban para nuevas fotos. Reían. María Fernanda reía. Nunca imaginé que tanta
jovialidad podría ser tan frágil y tan pasajera. No lo supe sino tiempo
después.
Pronto se hizo tarde y todos
regresamos. Con otros alumnos, acompañé a María Fernanda hasta su casa. La
puerta se abrió y no advertí cuándo se cerró tras ella. Fue la última vez que
la vi. Sólo quedó la noche.
Fuente: Revista
“Signos”. Taller de Periodismo de la I.E. Benjamin Franklin-Cartavio. Año 2. Sección
Despedida. Cuarta edición. Pág. 12. Diciembre de 2008.